En la madrugada del 1 de noviembre de 1979, el coronel Alberto Natusch Busch comenzó a escribir uno de los episodios más cruentos de la historia nacional, con cientos de muertos y medio millar de heridos, que pasaron a formar parte de una larga lista de héroes anónimos desde antes y después de la fundación de la república. En la madrugada del 1 de noviembre de 1979, el coronel Alberto Natusch Busch comenzó a escribir uno de los episodios más cruentos de la historia nacional, con cientos de muertos y medio millar de heridos, que pasaron a formar parte de una larga lista de héroes anónimos desde antes y después de la fundación de la república.
El sangriento golpe de Estado, destinado a tumbar al gobierno constitucional de Wáter Guevara Arze, fue protagonizado con el apoyo de miembros de las Fuerzas Armadas, correspondientes al sector denominado “constitucionalista”, donde participaban personajes siniestros como David Padilla, Raúl López Leytón y Gary Prado. Asimismo, el golpe fue respaldo por los militantes del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), como Guillermo Bedregal, José Fellman Velarde, Edil Sandóval y otros.
El nuevo régimen golpista, que no contó con el beneplácito del pueblo y sus organizaciones representativas, en vano intentó mostrarse ante la opinión pública como un gobierno de “izquierda” y con un discurso basado en la “Doctrina de Seguridad Nacional”, que el imperialismo norteamericano impartía a sus mercenarios en la Escuela de las Américas.
Los autores de este nefasto asalto al poder, mientras con una mano firmaban los decretos a favor de las organizaciones sindicales, el respeto al parlamento y la Autonomía Universitaria, con la otra mano firmaban las órdenes para imponer el terror institucionalizado, la clausura de los medios de comunicación y el fichaje de los elementos más peligros de la “ultra izquierda”.
Los días de noviembre se marcaron con sangre en la memoria histórica de un país asolado por las dictaduras, no sólo porque el golpe cívico-militar se produjo en vísperas de Todos los Santos (Día de los Muertos), sino también porque se demostró, una vez más, que un pueblo es capaz de ponerse en pie de lucha para defender sus derechos más elementales, enfrentándose a pecho abierto contra las avionetas, los carros blindados y las tropas militares fuertemente armadas.
Desde luego que nadie podía concebir que justo cuando el pueblo se alistaba para recibir a sus difuntos, se precipitaría una nueva asonada del gorilismo en la palestra política. Los difuntos llegaron igual, pero no desde el más allá, convertidos en almas, sino desde las calles de la ciudad y con los cuerpos ensangrentados por las armas fratricidas de quienes se creyeron desde siempre dueños del poder político y la razón.
Inmediatamente consumado el objetivo de los militares golpistas, las principales arterías de la ciudad de La Paz se llenaron de manifestantes, que organizaron mítines y levantaron barricadas con adoquines sacados de las plazas San Francisco y Pérez Velasco, para resistir a las tropas de los regimientos Tarapacá e Ingavi, que tomaron la Plaza Murillo y calles adyacentes, el frontis del Parlamento y el Palacio de Gobierno.
La COB y la recién creada CSUTCB convocaron a la huelga general y al bloqueo de caminos. Los mineros entraron en huelga indefinida bajo el lema: “¡Hasta que se vaya Natusch Busch!”.
La Central Obrera Bolivia (COB), sus federaciones y sindicatos afiliados tomaron las calles y se enfrentaron a las tropas militares. A la convocatoria se sumaron estudiantes, maestros, vecinos, intelectuales y otros sectores populares, que se congregaron en diversas zonas paceñas, como el Cementerio General, Munaypata, Villa Victoria y en la Zona Ballivián de El Alto.
La resistencia popular, que se organizó espontáneamente, no tenía el objetivo de defender al Presidente constitucional Wáter Guevara Arze, sino la democracia que hacía poco se había recuperado de manos de la dictadura militar de Hugo Banzer Suárez.
Los luchadores sociales, que durante dos semanas se movilizaron en las principales calles de Paz, Cochabamba y centros mineros, pusieron en jaque al efímero gobierno del coronel Natusch Busch, como una muestra de que contra la voluntad de lucha de un pueblo no pueden las tanquetas de guerra, las ráfagas de las avionetas ni las balas de un ejército dispuesto a matar a mansalva.
La huelga general declarada por la COB, que pronto fue secundada por otras organizaciones sociales, se convirtió en un movimiento de masas que, al grito de “¡asesinos!”, logró poner fin a los 16 días de gobierno de Natusch Bush, quien, por su actitud sanguinaria, pasó a ser conocido en la historia como el “Mariscal de la Muerte”.
La resistencia popular obligó a Natusch Bush a entregar el mando al Congreso, que eligió a Lydia Gueiler como la primera presidenta mujer de Bolivia, pero se dejó intacta las bases golpistas que, 8 meses después, volverían al ataque. Lo que hace suponer que el golpe del “Mariscal de la Muerte” fue un ensayo para el golpe de Estado del 17 de julio de 1980, que llevó al poder a García Meza y Arce Gómez, dos militares financiados por los narco-dólares que, a su paso por el Palacio Quemado, cometieron otros crímenes de lesa humanidad.
Durante la “Masacre de Todos Santos”, en el que se sembró el pánico y el terror institucionalizado durante 16 días, los militares golpistas se mancharon las manos con la sangre del pueblo, pero no pudieron acallar las voces de protesta que se alzaron como símbolo de protesta ni pudieron aplastar la indomable fuerza de resistencia de un pueblo dispuesto a defender a cualquier precio la democracia y la justicia social.
La “Masacre de Todos Santos” cobró la vida de al menos 300 personas y dejó el saldo de alrededor de 500 heridos, quienes, con la mente y el cuerpo todavía marcados por una contienda desigual, cuentan los horrores que les tocó vivir en carne propia.
Está claro que la masacre, aparte de los traumas psicológicos que afecto a la ciudadanía, dejó también centenares de viudas y huérfanos, que no fueron recompensados por su dolor ni conocen la justicia hasta la fecha, puesto que los responsables de la “Masacre de Todos Santos” permanecen en la más absoluta impunidad. Sobre ellos no ha caído la condena ni el peso de la ley.
La sangre derramada por las víctimas no ha sido reparada, como si el Estado boliviano no tuviera la ineludible obligación de determinar responsabilidades por las muertes, desapariciones y traumas de las familias de los afectados directos. Si el Estado, por desidia o falta de voluntad política, no puede cumplir con esta “tarea pendiente”, es natural que las organizaciones defensoras de los Derechos Humanos exijan la creación de una Comisión Nacional de la Verdad, para recuperar la memoria histórica, esclarecer los hechos que quedaron pendientes debido a varias razones y proceder a sentarlos en el banquillo de los acusados a los autores materiales e intelectuales de la masacre de noviembre de 1979.
Ya se sabe que la justicia, a veces, llega tarde, pero llega. Ahora sólo se espera que en el caso de la “Masacre de Todos Santos” no llegue demasiado tarde, porque se nos morirán los responsables antes de que sean juzgados, como pasó con el golpista Alberto Natusch Busch, presidente por 16 días, quien murió tranquilo en su casa, en noviembre de 1994.